Estaba sentado en las escaleras de un soportal con una
manta vieja que había recogido de la basura. No solía ir a muchos sitios, por
no decir a ninguno. Y a los pocos a los que iba, era por necesidad. De vez en
cuando se tenía que levantar para dejar paso a quienes saliesen del portal en
el que se había alojado. No solían ser más de dos o tres veces por día. Tan
sólo vivían allí una pareja de ancianos, quienes le invitaron a subir a su casa
para ofrecerle una sopa caliente y vendaje después de que le persiguiera la
policía por vivir en la calle y no tener a dónde ir; un chico joven que era
informático y trabajaba desde casa; y una señora mayor que paseaba todas las
mañanas a su perro. El barrio que había elegido para quedarse a vivir durante
una temporada era tranquilo y, normalmente, no solía haber ningún peligro por
la zona.
Paul tenía 17 años y era vagabundo, pero su orgullo y
ego eran tan grande que se negaba a recibir cualquier ayuda que le pudiesen
ofrecer. Siempre había odiado vivir de la caridad y aunque lo necesitaba,
prefería ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente. Rehusó la
invitación de varias personas que paseaban por la calle y le invitaron a un
bocadillo nada más verlo allí tirado, desnutrido y casi sin aliento. Minutos
antes habían pasado por el supermercado más cercano una pareja joven y alegre,
pero se negó a recibir nada. Les dio las gracias por su buena fe. La ropa que
llevaba puesta era vieja y estaba rota. No hace más de un año, después del
impacto por todo lo ocurrido que empezó a sentir un vacío inmenso en el pecho. No
había ni un solo día en el que no se acordase ni rezara ninguna oración por sus
padres. No era capaz de sonreír al recordar su última comida juntos antes de
que cogiesen el coche y tuvieran el accidente.
No tenía la culpa de la muerte de sus padres y, aún
así, se sentía culpable por lo que pasó. Tiene muy poca autoestima. Huye de
todo lo bueno que le ocurre y se excusa a sí mismo cuando algo le sale bien.
Cada día tiene una media de siete pensamientos negativos que lo destruyen.
Lleva varios días pensando que todo lo que está
viviendo se lo merece. Nunca ha tenido amigos, ni parejas… y ahora tampoco
tiene padres en los que confiar lo divertido o lo catastrófico que ha sido el
día antes de irse a dormir. Siempre había deseado con toda su fuerza tener la
suerte de contar con alguien en quien poder confiar sus problemas, las filias y
las fobias. Sentir el apoyo de alguien con quien no compartiese techo ni vivienda.
Empezaba a pensar que, quizás, todo aquello que le ocurría era culpa suya y
todo se debía a su forma de ver las cosas.