Sentía ardores en la frente, mi estómago se
impacientaba y exigía más comida a pesar de no tener a ninguna presa de la que
poder alimentarme cerca de mí. Mi cuerpo experimentaba a cada segundo que
pasaba alguna broma que no me hacía ni pizca de gracia. A veces, me daban
serios pinchazos en el estómago. Otras, tan sólo aullaba por dolor, temor o
nerviosismo. Apenas supe que me podía ocurrir. Nunca había sentido nada
parecido. Llegué a pensar que era mi final sin ni siquiera saberlo. Podíamos
haber llegado al final de los hombres lobos y ya no nos quedaba más oxígeno del
que llenar nuestros pulmones.
No había nadie que merodease por allí. Estaba en mitad
de un camino de tierra, algún que otro bache y obstáculo que dificultaba el
paso a los coches. A sus alrededores había varias parcelas de las que, por
entonces, no sé conocía nada. Quizás estuviesen abandonadas o sus dueños
duerman en la ciudad, pero nunca se escuchaba ni un solo ruido en las casas. Tan
sólo se escuchaba el canturreo de los grillos y saltamontes por el campo. Era
una zona tranquila, por norma general. Nunca pasaba nada extraño y de lo que
pudiesen saltar las alarmas. Aquella noche, en cambio, hubo varios tiroteos.
Tuvimos suerte, y todos ellos ocurrieron a unos 7 kilómetros de distancia de
donde estábamos nosotros. Había empezado la temporada de caza, pero estábamos a
salvo. Nunca se habían acercado a un hombre lobo y cuando así era, huían de nosotros.
El dolor que sentía cada vez iba a peor. No era capaz
de frenarlo. Me rebozaba en la tierra, me tumbaba y hasta fui en busca de agua
por si fuese ese el motivo por el que me estaba ahogando en mi propio veneno. Nada.
No sólo no menguaba, sino que también se intensificaba a cada segundo que marcaba
el reloj, y cada vez era más insoportable. No podía aguantar ni un segundo más.
Notaba que me faltaba el aliento, apenas di un par de pasos y ya estaba muerto del
cansancio. No me quedó otro remedio que pararme en mitad de la oscuridad, me
llevé la mano al pecho e hice muecas de dolor. Sentía cómo se aceleraba la
respiración y empecé a respirar fuerte. Un par de veces, al menos las pocas
veces en la que era consciente de lo que me estaba pasando, sufrí un pequeño
mareo repentino. Todo se movía, la cabeza me pesaba y me daba vueltas. No sabía
qué me estaba ocurriendo. No lo suelo experimentar con frecuencia, es más, hasta
hace relativamente poco ni siquiera tenía nada.
Había luna llena.
Miré al cielo en una de esas veces y me quedé absorto observándolo. El cielo era lo más claro que podría ser dentro de la noche. No
había ni una sola nube afeando la imagen, y la luna brillaba más que nunca. Me
quedé embobado mirando el reflejo de su luz que proyectaba mi cara en el charco
que había justo a dos pasos de distancia hacia la izquierda de donde estaba yo.
Me asomé lo más rápido que pude para verme, aunque sin querer me dejé en
segundo plano. Yo ya no era importante como para verme reflejado en un charco
en la oscuridad.
Empecé a recordar todo lo que estaba viviendo y me
observé seguir unos patrones. Mis emociones estaban guiadas por unos patrones.
El dolor que sentía hasta que dejó de tener espacio en mi mente, también. No
sabría cómo explicarlo, pero empecé a asimilar todo lo que me estaba ocurriendo
en aquellas últimas semanas. Empecé a encontrar respuestas en las preguntas que
me hacía el primer día que aparecieron los ardores en mi estómago, la fiebre y
el dolor. Al menos, empecé a deducirlo. Siempre tosía, me ponía enfermo, sufría
náuseas y dolores de estómago y de cabeza, cuando había luna llena como la de
aquella noche.
Poco a poco, esos síntomas fueron a más. Me seguía
quedando embobado mirando a la luna, a su luz y al reflejo que proyectaba en
cada charco. Veía alucinaciones, y hasta me creí estar hablando con ella sin
que nadie ni nada me llamara chiflado. Ni siquiera me importaba que alguien me
viera hablando con ella, aunque a ojos de cualquiera pudiera parecer que
hablase solo. Sentía los mismos nervios del primer día, pero era feliz. Era una
sensación odiosa y amada a tiempos iguales. Quería vivirla cada minuto de mi
vida y ya no me importaba si cuánto dolor pudiera sentir. Tan sólo era cuestión
de segundos para que yo me volviera a sentir así y, poco a poco, empecé a
cronometrar el tiempo que faltaba para volver a vernos de nuevo.
Aunque sólo fuese a través de mi reflejo.
Aunque sólo fuese a través de mi reflejo.
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