Durante sus últimos meses de vida vivía dentro de
una burbuja que le impedía conocer a gente que le pudiese ayudar y, por
consiguiente, pudiese salvarle. Padecía un síndrome raro, del cual nadie podía
dar crédito a lo que escuchaban siendo a su vez, incomprensible para todos
(excepto para él). Sin embargo, no sabía nada más que se iba a morir. Tan sólo
tenía 9 años de vida, y cómo iba a morir tan joven si ni siquiera había hecho
el 10 % de todas las cosas que quería hacer antes de morir. Estaba extremadamente
delgado por la falta de vitaminas, proteínas e hidratos... y se le notaban las
costillas a ambos lados; el pelo lo tenía desde hace ya varios días bastante
alborotado siendo de un color castaño oscuro. Por otro lado, llevaba siempre
colgado al cuello un amuleto de la suerte, era blanco y tenía forma de tabla de
surf con un pequeño agujero en el centro. No lo practicaba, pero era una forma
de prometerse a sí mismo que algún día será como Kelly Slater.
Su madre estaba preocupada por su salud, desde que
alguien en el colegio le metió esa idea absurda en la cabeza de que se iba a
morir pronto a causa de no sé qué enfermedad no quiere comer nada.
Absolutamente nada. Empeñado en que se iba a morir, decía que para qué iba a
alimentarse entonces. Si total, el destino era lo que era. Y nadie podía
cambiarlo. Era muy fanático de las predicciones, y se obsesionaba muy
fácilmente con ellas. Debido a la falta de alimentación, poco a poco, fue
enfermando, e iba de mal en peor. En cambio, él se encontraba raro, por un lado
pensaba que los demás se empezaban a preocupar por él y, por tanto, a darse
cuenta quién tenía la razón; con lo cual, eso le hizo sonreír plácidamente.
Mientras que, por el otro, no quería tenerla. No quería morirse a su temprana
edad, apenas había vivido lo suficiente como para tener que despedirse del
mundo. No sabe qué hay detrás de la muerte, y si la vida esconde algo o,
simplemente, se deja de existir. Este era otro de sus dilemas por los que no
quería morir. En cualquier caso, quería seguir viviendo pero, sabía que eso no
era posible.
Un día, harta de pelear su madre con él para que
fueran al médico a ver qué le pasaba sin ni siquiera tener éxito, y si era
grave la situación en el caso de que fuese verdad lo que estaba diciendo, por
lo que se vio obligada en llamar a la consulta para invitarle a venir a su
casa. Mientras tanto, pudo escuchar a ratos cómo su madre hablaba por teléfono
con el médico, y justo en un momento dado, escuchó su nombre repetidas veces.
Lo sabía. Sabía que estaba intentando convencer al médico para que fuera allí y
le atendiese en su propia casa, pero lo que de verdad le fastidiaba era ver a
su madre intentando decirle al médico que le hiciera creer lo mal que estaba.
Enfermo, loco, traidor. O, eso supuso. No hubo mayor pensamiento que le hiciera
perder el control y estallar de la impotencia que sentía, empezó a llorar tan
fuerte que, en cuanto se dio cuenta su madre ya había soltado el teléfono para
ir a socorrerle del susto que le había pegado al pensar que le pudo llegar a pasar
algo grave... y, el teléfono mientras tanto seguía descolgado. No le dio tiempo
ni siquiera a limpiarse las lágrimas en la manga, cuando su madre ya estaba
dentro. Consolándolo y dándole un abrazo. Una vez que le contó todo lo que
había pensado en aquellos breves e intensos minutos de su vida y su madre le
haya tranquilizado, ésta volvió sus pasos tras el teléfono y el médico seguía
allí, al otro lado de la línea. A los cinco minutos, su madre se despidió del
médico, y pudo ver, agazapado, detrás de la puerta a su madre asentir tres
veces seguidas con la cabeza, sin mediar palabra, hasta dejar colgarlo; corrió
hasta la cama a arroparse y tomar la postura en la que estaba antes de salirse
de ella, sin dar tiempo a su madre para que entrase en su habitación y le
comunicase que en un par de días venía el médico a verle. Al menos, querían
saber a ciencias ciertas qué le pasaba para comportarse y pensar de esa manera.
Asintió, y acto seguido, se llevó la manta hasta
cubrirle la cabeza mientras daba media vuelta en la cama y podía escuchar a su
madre irse de la habitación despidiéndose de él con un beso en la frente antes
de cerrar la puerta dando un leve portazo en ella, con bastante rabia y
haciendo mucha fuerza para no volver a llorar (o, al menos, no delante de él).
Una vez que escuchó cerrarse la puerta, se giró involuntariamente sin creerse
por un momento la situación, y se volvió hacia la ventana. Tal y como estaba.
Mirando a través de ella al vacío de sus pensamientos, y de su enfermedad.
Nada. Tan sólo un suspiro. Los días que quedaban
para que fuera el médico pasaron exactamente igual. Ni una tomadura de pelo,
como quería esperar su madre; ni una muestra de afecto seria en cuanto a su
enfermedad según él.
Eran las 5 pm y su madre había quedado con el médico
a esa misma hora; no solía llegar tarde nunca pero, esta vez se retrasó un par
de minutos en llegar. Se disculpó por ello, en cuanto tocó el timbre y le
abrieron la puerta, antes de que su madre le señalase el camino hacia su
habitación y con un gesto de amabilidad se dirigió hacia allí. Llevaba un
maletín y vestía algo coloquial para ser médico. En cuanto llegó, se arrodilló
en la alfombra que había puesta justo debajo de la cama y abrió el maletín
sobre ella. Cogió todos aquellos cacharros y, uno por uno, le fue dando uso
haciendo lo que siempre hacía cuando iban a su consulta. O iba a cualquiera que
se encontrase mal como para ir al médico, como estaba haciendo aquella vez. En
cambio, se giró con gesto de preocupación y sus palabras hilaron su sangre al
mismo tiempo que sentía como, poco a poco, se le fue acelerando el corazón. Y
una vez de haberle examinado, y revisar de que todo se encontrase en su
perfecto estado (salvo por el detalle de la falta de vitaminas), se dirigió a
la madre y contestó con grave aguda y pausada:
─ Me temo, decirle que… su hijo tiene razón. Le
quedan poco tiempo de vida… ya nadie puede hacer nada.─ Una vez dicho esto, se
giró rápidamente hacia el paciente, y añadió ─ Dylan, hijo, ahora que sabes la
verdad, y que sólo tú estás en lo cierto, prométeme una cosa.
En ese momento, sentía una sensación rara. Entre
ganador y vencido, quería tener razón sí para demostrarles a todos que se
equivocaban, todos menos él, e incluso que llegasen a sentir la culpa; pero, no
se quería morir. O, al menos, no ahora. Así que, se limitó a decir, y por el
miedo que sentía en aquel momento por lo que pudiese pasar, aclarándose antes
la garganta tosiendo varias veces, y tras tartamudear la primera sílaba, dijo ─
di-i-me.
─ Que, antes comerás algo. No querrás que toda tu
familia y amigos te recuerden de esta manera, ¿verdad? ─ y, convencido de que
la cara de preocupación de Dylan ya se lo había dicho todo, al bajarla en
cuestión de segundos avergonzado de ello por no saber ver más allá de lo que
estaba obsesionado, y en silencio; le puso la mano en el hombro a su madre,
empujándola hacia el pasillo de la casa como si no se la conociese ella misma,
intentando consolarla o, al menos, dar credibilidad al asunto; y, sin que nadie
se diese cuenta esbozó una tímida sonrisa mientras le guiñó un ojo en cuanto
sus miradas se chocaron entre ellas. Mientras tanto, le recogió el pelo para
susurrarle al oído que no se preocupase, que nada de todo ello era cierto.
Nadie se iba a morir. O, al menos, no de momento.
─ ¿Cómo? ─ Desprientada, secándose las lágrimas en
la manga, por un momento, había dejado de
llorar en seco debido al desconcierto que le había causando aquellas palabras tan frías
del médico.
─ A veces, la peor enfermedad es aquella que te hace
creer incluso en tu propia mentira. Y, para ésto, sólo hay una cura. Partir de
la propia ignorancia hasta llegar a la razón. Tú cédele la razón pero, hazle
ver, que no es cierto. Sólo así, serás capaz de despertarle. Sólo así, volverá
a creer en sí mismo y a olvidarse del resto.
Y, levantando lentamente la cabeza, aún con el
pañuelo en la mano de sonarse la nariz y con las lágrimas en los ojos; se quedó
boquiabierta de todo lo que le había dicho aquel último minuto, pero sin poder
creérselo aún, y ahora con una leve sonrisa dibujada en sus labios, no fue lo
último que escuchó:
─ Eso sí, sigue fingiendo.─ Acto seguido, se marchó
empujando la puerta hasta hacerla sonar, al mismo tiempo de guiñarle un ojo,
dejando atrás la imagen de aquella mujer allí, sorprendida, en mitad del salón.
Sollozando, y temblando de la impresión.
No
hay mayor enfermedad que la obsesión, y la obsesión te lleva al extremo de
ignorar la realidad.